“Conviene que comiences a trabajar…”
Cuando terminó la escuela primaria, su padre lo llamó y le
dijo: “Mirá, como vas a empezar el secundario, conviene que también comiences a
trabajar; en las vacaciones te voy a conseguir algo”. Jorge, con apenas 13
años, lo miró un tanto desconcertado. En su casa vivían bien con el sueldo de
su papá, que era contador. “No nos sobraba nada, no teníamos auto ni nos íbamos
a veranear, pero no pasábamos necesidades”, aclara. De todas formas, aceptó
obediente.
Al poco tiempo estaba trabajando en una fábrica de medias
que atendía el estudio contable donde se desempeñaba su padre. Durante los dos
primeros años, realizó tareas de limpieza. En el tercero le dieron trabajos
administrativos y, a partir del cuarto año, su rumbo laboral y el tiempo
dedicado cambiaron.
Como concurría a un colegio industrial, especializado en
química de la alimentación, consiguió entrar en un laboratorio, donde trabajaba
entre las 7 y las 13. Apenas le quedaba una hora para almorzar antes de asistir
a clase hasta las 20.
Más de medio siglo después, evalúa que aquel trabajo —que
siguió realizando tras concluir el secundario— terminó siendo muy valioso para
su formación.
“Le agradezco tanto a mi padre que me haya mandado a
trabajar. El trabajo fue una de las cosas que mejor me hizo en la vida y,
particularmente, en el laboratorio aprendí lo bueno y lo malo de toda tarea
humana”, subraya. Con tono nostálgico, agrega: “Allí tuve una jefa
extraordinaria, Esther Balestrino de Careaga, una paraguaya simpatizante del
comunismo que años después, durante la última dictadura, sufrió el secuestro de
una hija y un yerno, y luego fue raptada junto con las desaparecidas monjas
francesas: Alice Domon y Léonie Duquet, y asesinada. Actualmente, está
enterrada en la iglesia de Santa Cruz. La quería mucho. Recuerdo que cuando le
entregaba un análisis, me decía: ‘Ché… ¡qué rápido que lo hiciste!’. Y,
enseguida, me preguntaba: ‘¿Pero este dosaje lo hiciste o no?’ Entonces, yo le
respondía que para qué lo iba a hacer si, después de todos los dosajes de más
arriba, ése debía dar más o menos así. ‘No, hay que hacer las cosas bien’, me
reprendía. En definitiva, me enseñaba la seriedad del trabajo. Realmente, le
debo mucho a esa gran mujer.”
Esa evocación sirvió de disparador para el tema de la nueva
charla: el trabajo.
—Seguramente, a lo largo de su vida sacerdotal lo habrá
venido a ver mucha gente desocupada. ¿Cuál es su experiencia?
—Claro, mucha. Son gente que no se siente persona. Y que,
por más que sus familias y sus amigos los ayuden, quieren trabajar, quieren
ganarse el pan con el sudor de su frente. Es que, en última instancia, el
trabajo unge de dignidad a una persona. La unción de dignidad no la otorga ni
el abolengo, ni la formación familiar, ni la educación. La dignidad como tal
sólo viene por el trabajo. Comemos lo que ganamos, mantenemos a nuestra familia
con lo que ganamos. No interesa si es mucho o poco. Si es más, mejor. Podemos
tener una fortuna, pero si no trabajamos, la dignidad se viene abajo. Un
ejemplo típico es el del inmigrante que llega sin nada, lucha, trabaja y en una
de ésas “hace la América”. Pero, cuidado, porque con el hijo o el nieto puede
empezar la decadencia si no está educado en el trabajo. Por eso, los
inmigrantes no toleraban al hijo o al nieto vago: lo hacían trabajar. ¿Puedo
contar algo que viene a cuento?
—Claro…
—Recuerdo el caso de una familia porteña de ascendencia
vasca. Corrían los años setenta y el hijo estaba muy metido en la protesta
social. El padre era un ganadero de aquéllos. Entre ambos había problemas
ideológicos serios. Como los dos respetaban mucho a un sacerdote anciano, lo
invitaron a comer para que los ayudara a resolver el conflicto. El sacerdote
fue, los escuchó pacientemente y al final, como viejo sabio que era, les dijo:
“El problema es que ustedes se olvidaron del calambre.” Padre e hijo,
desconcertados, le preguntaron: “¿Qué calambre?” Y el sacerdote les respondió,
mientras los iba señalando: “¡Del calambre de tu padre y del calambre de tu
abuelo, producto de levantarse todos los días a las cuatro de la madrugada para
ordeñar las vacas!”
—Ciertamente, el sacrificio hace ver las cosas de otra
manera.
—Por lo pronto, nos aleja de las teorizaciones estériles. El
padre se había entregado, digamos, al establishment y el hijo se había abrazado
con fuerza a otra ideología, porque ambos se olvidaron del trabajo. El trabajo
abre una puerta de realismo y constituye un claro mandato de Dios: “Crezcan,
multiplíquense y dominen la tierra…” O sea, sean señores de la tierra:
trabajen.
—Pero la peor parte la llevan los que quieren trabajar y no
pueden.
—Lo que pasa es que el desocupado en sus horas de soledad,
se siente miserable, porque “no se gana la vida”. Por eso, es muy importante
que los gobiernos de los diferentes países, a través de los ministerios
competentes, fomenten una cultura del trabajo, no de la dádiva. Es verdad que
en momentos de crisis hay que recurrir a la dádiva para salir de la emergencia,
como la que los argentinos vivimos en 2001. Pero después hay que ir fomentando fuentes
de trabajo porque, y no me canso de repetirlo, el trabajo otorga dignidad.
—Pero la escasez de trabajo comporta un desafío enorme. De
hecho, algunos hablan del “fin del trabajo”…
—A ver… En la medida en que menos personas trabajan, menos
personas consumen. El hombre interviene cada vez menos en la producción, pero
es al mismo tiempo quien va a comprar los productos. Pareciera que esto se
perdió un poco de vista. Creo que no se están explorando trabajos alternativos.
Incluso, hay países con una previsión social elaborada que, al considerar que
no se les puede dar trabajo a todos, disminuyen los días laborales o las horas
de trabajo con el argumento de que la gente tenga más “ocio gratificante”. Pero
el primer escalón es la creación de fuentes de trabajo. No nos olvidemos que la
primera encíclica social (Rerum Novarum) nació a la sombra de la Revolución
Industrial, cuando comenzaron los conflictos y no surgieron dirigentes con la
capacidad para crear alternativas.
—En la otra punta está el problema del exceso de trabajo…
¿Habría que recuperar el sentido del ocio?
—Su recto sentido. El ocio tiene dos acepciones: como
vagancia y como gratificación. Junto con la cultura del trabajo, se debe tener
una cultura del ocio como gratificación. Dicho de otra manera: una persona que
trabaja debe tomarse un tiempo para descansar, para estar en familia, para
disfrutar, leer, escuchar música, practicar un deporte. Pero esto se está
destruyendo, en buena medida, con la supresión del descanso dominical. Cada vez
más gente trabaja los domingos como consecuencia de la competitividad que
plantea la sociedad de consumo. En esos casos, nos vamos al otro extremo: el
trabajo termina deshumanizando. Cuando el trabajo no da paso al sano ocio, al
reparador reposo, entonces esclaviza, porque uno no trabaja ya por la dignidad,
sino por la competencia. Está viciada la intención por la cual estoy
trabajando.
—Y, obviamente, resiente la vida familiar…
Por eso, una de las cosas que siempre les pregunto, en la
confesión, a los padres jóvenes es si juegan con sus hijos. A veces, se
sorprenden porque no esperan una pregunta como ésa y admiten que nunca se la
habían formulado. Muchos de ellos se van a trabajar cuando sus hijos aún no
despertaron y vuelven cuando ya están durmiendo. Y los fines de semana,
vencidos por el cansancio, no los atienden como debieran hacerlo. El sano ocio
supone que la mamá y el papá jueguen con sus hijos. Entonces, el sano ocio
tiene que ver con la dimensión lúdica, que es profundamente sapiencial. El
libro de la Sabiduría expresa que, en su sapiencia, Dios jugaba. En cambio, el
ocio como vagancia es la negación del trabajo. Una milonga que cantaba Tita
Merello dice: “che fiaca, salí de la catrera”.
—Pero no es fácil encontrar el equilibrio. Uno puede quedar
fácilmente “fuera de carrera”.
—Es cierto. La Iglesia siempre señaló que la clave de la
cuestión social es el trabajo. El hombre trabajador es el centro. Hoy, en
muchos casos, esto no es así. Se lo echa fácilmente si no rinde lo previsto.
Pasa a ser una cosa, no se lo tiene en cuenta como persona. La Iglesia
denunció, en las últimas décadas, una deshumanización del trabajo. No nos
olvidemos que una de las principales causas de suicidio es el fracaso laboral
en el marco de una competencia feroz. Por eso, no hay que mirar el trabajo
solamente desde lo funcional. El centro no es la ganancia, ni el capital. El
hombre no es para el trabajo, sino el trabajo para el hombre.
Fuente:
Libro "El Jesuita"
Autores:
Sergio Rubin - Francesca Ambrogetti
Ediciones B Argentina S.A., 2010
para el sello Javier Vergara Editor
Av. Paseo Colón 221, piso 6 - Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina
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