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PAPA FRANCISCO - HOMILIA DEL ARZOBISPO BERGOGLIO EN LA MISA CRISMAL

| domingo, 24 de marzo de 2013
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Homilía del Sr. Arzobispo en la Misa Crismal (2009)

Permanecer en la unción

El Salmo 88 que recién hemos rezado nos habla del “para siempre” de la unción: “Ungí a David mi servidor con el óleo sagrado, para que mi mano esté siempre con él”. La unción del Señor es “fidelidad y amor que nos acompañan” a lo largo de nuestra vida sacerdotal. Quizá sea San Juan quien mejor expresa este carácter permanente de la unción: “La unción que recibieron de Él permanece en ustedes y no necesitan que nadie les enseñe”(i Jn 2, 27).

La unción permanece en nosotros, nos imprime carácter; se trata de que nosotros permanezcamos en ella: “Ya que esa unción los instruye en todo y ella es verdadera y no miente, permanezcan en Él, como ella les enseña”.Permanecer en la unción., que nos enseña interiormente cómo permanecer en la amistad con Jesús.

Nos hará bien preguntarnos: ¿Qué nos ayuda a permanecer en la unción? ¿Cómo experimentar su alegría, comosentir que nos fortalece, haciendo suave y llevadera la Cruz, cómo vivirla como escudo ante las tentaciones y como bálsamo en las heridas? ¿Qué nos ayuda a no depotenciarla, a no perder la sal, a mantener ardiente el fervor.? ¿Cómo evitar engrosar la lista de aquellos que terminaron mal y no permanecieron en la unción: Saúl, Esaú, Salomón.? A modo de respuesta, un poco antes, en la misma carta, Juan da la clave: “El que dice que permanece en Él, debe andar como Él” (1 Jn 2, 6).

Permanecer en la unción entonces no significa poner cara de estampita ni mantener una postura estática; significa “andar” y el andar del que habla Juan (periepatesen) es el de todos los paralíticos curados del evangelio, que se levantaban de un salto y andaban con su camilla a cuestas y seguían al Señor; es el andar de Pedro hacia Jesús, caminando sobre las aguas, símbolo del hombre que camina en la fe, que “abandona toda seguridad y avanza al encuentro de lo que sólo se alcanza por la gracia” (von Balthasar). Así es: para permanecer en la unción hay quecaminar, hay que salir y andar como Cristo anduvo.

La unción del Espíritu permaneció sobre el Señor que “pasó haciendo el bien”, derramando la misericordia del Padre sobre todos los que lo necesitaban en cada ocasión, hasta consumar su Pascua y el Éxodo de sí en la apertura total de su Corazón traspasado en la Cruz. Y permanecer en la unción es pasar haciendo el bien; un bien que no es una posesión constatable sino que se difunde como el perfume de nardo puro con el que María ungió al Señor. Esto es lo que irritó a Judas, que había perdido la unción y ya no podía gozar de la fragancia que perfumaba toda la casa. La intangibilidad de la unción del Espíritu suele reemplazarse, cuando se la pierde, con la tangibilidad contante y sonante del dinero. Pensemos en la autoreferencialidad contable de tantas personas e instituciones de Iglesia. ¿Qué tal su permanencia en la unción? Cuando, en el desierto, el pueblo se cansó de la unción, se fabricó un becerro de oro (Ex. 32: 1-6)

La permanencia en la unción se define en el caminar y en el hacer. Un hacer que no sólo son hechos sino unestilo que busca y desea poder participar del estilo de Jesús. El “hacerse todo a todos para ganar a algunos para Cristo” va por este lado. Como ungidos se trata de participar de esa unción, la que le da el latir manso y humilde al Corazón del Señor; participar de esa unción que lo llena de gozo cuando ve cómo el Padre lo hace todo bien y le revela sus cosas a los pequeños; participar de esa unción que cubre todo su Cuerpo en la pasión haciendo que sus llagas, untadas con el remedio de la caridad, se conviertan en llagas sanadoras; participar de esa unción con el óleo de la alegría de la resurrección, que se trasunta en el oficio de consolar a los amigos.

Pero es precisamente en el modo de anunciar y de defender la verdad donde mejor podemos contemplar el estilo del Ungido y su modo de proceder. Aquí resalta sobremanera la paciencia que el Señor tenía para enseñar. La paciencia con la gente (los evangelistas nos hacen notar cómo Jesús se pasaba horas enseñando y charlando con la gente, aunque estuviera cansado); y la paciencia con los discípulos (cómo les explicaba las parábolas cuando se quedaban a solas, con cuánto buen humor les hacía confesar que habían estado charlando acerca de quién era el más importante., cómo los fue preparando para su cruz y para que lo supieran reconocer luego en la increíble alegría de la resurrección). La imagen más linda, quizá, de esta unción para enseñar es la del Peregrino de Emaús. Ellos le hablan y le hablan y Él los escucha pacientemente mientras los va haciendo sentir y gustar internamente lo bueno que es andar en su compañía, de modo tal que cuando hace ademán de seguir de largo sienten que no quieren que se vaya y les nace invitarlo a pasar. Entonces “se le abren los ojos” y lo reconocen al partir el pan. ¡La unción con que el Señor partía el pan y se lo daba! Es la unción al celebrar la Eucaristía que quedó grabada en la memoria de la Iglesia y de la cual cada uno de nosotros, sacerdotes, participamos. En la fórmula común de la Iglesia cada uno pone lo más especial de su corazón al consagrar, y suele ser gracia participada de algún otro sacerdote que le hizo sentir la unción del Señor. Permanecer en la unción, permanecer en la escucha de la Palabra como quien comparte el pan.

Dejemos de lado, por el momento, la agudeza y la chispa del Señor para sacar enseñanza de todo lo cotidiano y también en la elaboración magistral de las parábolas, que son a prueba de ilustrados, y contemplemos cómo se manifiesta la unción del Señor para combatir el error y las insidias de sus enemigos. Nunca se fue de boca el Señor. Y eso que tenía capacidad y motivos para ser irónico, o para mostrarse despechado o ser mordaz. Su no dialogar con el demonio (porque con el demonio no se debe dialogar), su dominio de la lengua con los escribas y fariseos, su silencio ante los poderosos, su no desquitarse con los débiles que se contagiaban y hacían leña del árbol caído. nos hablan de este modo de proceder del Ungido del cual se nos invita a participar. Toda esta parte, “negativa”, si se quiere, de dominio de sí, es la contra­cara necesaria de esa palabra buena que sembraba hondo en el corazón de los humildes. El Ungido a quien seguimos no se impone con arranques prepotentes ni maltrato a los fieles. El que es la Palabra unge penetrando mansamente en el interior del que tiene buena voluntad y blindando el corazón para que ninguna palabra pueda ser mal usada por el enemigo.

Hoy día, quizá más que nunca, necesitamos esta gracia de la unción de la Palabra. Necesitamos escuchar palabras ungidas que nos permitan interiorizar la verdad de manera tal que no tengamos temor a perder libertad por obedecer palabras del Señor o de la Iglesia: la palabra ungida nos enseña desde adentro. Necesitamos también escuchar palabras ungidas que nos tornen alérgicos a toda mala palabra, esas que dejan mal gusto en la boca y agrian el corazón. Nuestro pueblo fiel necesita que le prediquemos palabras ungidas, que le lleguen al corazón y se lo hagan arder como las palabras del Señor hicieron arder el corazón de los discípulos de Emaús, palabras ungidas que le defiendan el corazón para que no lo penetre tanta mala palabra, tanto chisme y chabacanería, tanta mentira y tanta palabra interesada. Estos modos de hablar, que hoy se escuchan por todos lados y todo el tiempo son los que atacan y muchas veces hacen perder la unción.

Ungidos en el Ungido miremos hoy a nuestra Madre y pidámosle que cuide la unción en nuestro corazón.

Y   que la cuide también en nuestra mirada y en nuestras manos. Que con ese modo suyo de proceder, tan de su Hijo, modo de proceder que ella primero le inculcó y luego, como discípula, aprendió de Él, nos hable la verdad y lo haga -como buena macabea- en aquel lenguaje materno (cfr. 2 Mac. 7:21,27) que nos lleva irresistiblemente a permanecer en Jesús. Que su bondad nos ayude a comprender que la unción no se manifiesta en una pose hierática y artificiosa en nuestro modo de ser, sino en el andar como Él anduvo; nos ayude a guardar la palabra con unción y con unción miremos y trabajemos. Y de manera especial le pedimos que no salga de nuestra boca palabra que no sea edificante sino que, guardando y rumiando las cosas de su Hijo en nuestro corazón, nos broten palabras que alegren al Santo Pueblo fiel de Dios, según los pasos del Ungido que vino para anunciarle la Buena Nueva.
 
 
 
 

PAPA FRANCISCO - HOMILIA DEL ARZOBISPO BERGOGLIO EN LA MISA CRISMAL

Posted by : Webmaster
Date :domingo, 24 de marzo de 2013
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PAPA FRANCISCO - HOMILIA EN LA CATEDRAL DE BUENOS AIRES EL 25-5-1999 DEL CARDENAL BERGOGLIO

| sábado, 23 de marzo de 2013
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Celebraciones del 25 de Mayo

“Hoy tengo que alojarme en tu casa...
el Hijo del hombre
 vino a salvar lo que estaba perdido”


DEJAR LA NOSTALGIA
 Y EL PESIMISMO Y DAR LUGAR
A NUESTRA SED DE ENCUENTRO


Homilía en la Catedral de Buenos Aires
el 25 de mayo de 1999
Del Cardenal Bergoglio hoy
S.S. El Papa Francisco.


Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran.
 
Él les dijo: “¿Qué comentaban por el camino?”. Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!”. “¿Qué cosa?”, les preguntó. Ellos respondieron: “Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron”.
 
Jesús les dijo: “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?”. Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba”. Él entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”.
 
En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y éstos les dijeron: “Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!”. Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
 
Del Evangelio de san Lucas 24,13-35
 
 
Una nueva celebración del incipiente comienzo de la conciencia patriótica, aquel Mayo de los argentinos, nos congrega para dar gracias por los dones de Dios Padre, dones por los que nuestros padres supieron (dura y trabajosamente) vivir, luchar y morir. Dar gracias lejos de la nostalgia estéril o del recuerdo formal desaprensivo, y dejar que este mismo Dios Padre nos sacuda en este fin del milenio y nos invite a buscar un nuevo horizonte. Dar gracias porque todavía resuena en esta Catedral (también “solar de mayo”) aquella invitación del Santo Padre en su visita a nuestra patria: “¡Argentina, levántate!”, a la que todo habitante de este suelo está invitado, más allá de su origen, y con la sola condición de tener buena voluntad para buscar el bien de este pueblo. Aquel “¡Argentina, levántate!”, invitación que hoy queremos volver a escuchar, constituía un diagnóstico y una esperanza. Levantarse es signo de resurrección, es llamado a revitalizar la urdimbre de nuestra sociedad. La Iglesia en la Argentina sabe que éste es un pedido de nueva evangelización de su propia vida interna pero que –a la vez– se extiende a toda la sociedad.
 
En el pasaje del Evangelio que acabamos de oír hay una pedagogía del Señor que nos puede dar luz para que seamos fieles a nuestra misión de padres, gobernantes, pastores... para que seamos fieles a nuestro ser pueblo. Una pedagogía de la cercanía y del acompañamiento. El relato se refiere a los dos discípulos de Emaús y nos muestra su caminar que, más que andar, era huida. Efectivamente escapan de la alegría de la Resurrección, mascullan sus amarguras y desilusiones, y no pueden ver la nueva Vida que el Señor ha venido a ofrecerles. Acudiendo a la frase papal mencionada, podríamos decir que no se habían levantado de su adormecimiento interior y –por tanto– estaban incapacitados de ver ese Don de vida que marchaba a su lado y que esperaba ser hallado.
 
Los argentinos marchamos por nuestra historia acompañados por el don creado de las riquezas de nuestras tierras y por el Espíritu de Cristo reflejado en la mística y el esfuerzo de tantos que vivieron y trabajaron en este Hogar, en el testimonio silente de los que dan de su talento, su ética, su creatividad, su vida. ¡Este pueblo comprende hondamente lo que significa el amor a su tierra y la memoria de sus convicciones más profundas! En su religiosidad más íntima, en la siempre espontánea solidaridad, en sus luchas e iniciativas sociales, en su creatividad y capacidad de goce festivo y artístico, se refleja el Don de Vida del Resucitado. Porque somos un pueblo capaz de sentir nuestra identidad más allá de las circunstancias y adversidades, somos un pueblo capaz de reconocernos en nuestros diversos rostros. Tanto talento no siempre se ha visto acompañado por proyectos con continuidad en el tiempo, ni logró convocar siempre la conciencia colectiva. Y, por ello, como los discípulos huidizos, podemos encontrarnos acaparados por cierta amargura en nuestra marcha, fatigados por problemas que no dejan vislumbrar la urgencia de un futuro que nunca parece llegar.
 
La fatiga y la desilusión no permiten ver el peligro principal. El actual proceso de globalización parece desnudar agresivamente nuestras antinomias: un avance del poder económico y el lenguaje que lo asiste, que–en un interés y uso desmedido– ha acaparado grandes ámbitos de la vida nacional; mientras –como contrapartida– la mayoría de nuestros hombres y mujeres ve el peligro de perder en la práctica su autoestima, su sentido más profundo, su humanidad y sus posibilidades de acceder a una vida más digna. Juan Pablo II, en su Exhortación Apostólica Ecclesia in America se refiere al aspecto negativo de esta globalización diciendo: “... si la globalización se rige por las meras leyes del mercado aplicadas según las conveniencias de los poderosos, lleva consecuencias negativas: (...) la atribución de un valor absoluto a la economía, el desempleo, la disminución y el deterioro de ciertos servicios públicos, la destrucción del ambiente y de la naturaleza, el aumento de la diferencia entre ricos y pobres y la competencia injusta que coloca a las naciones pobres en una situación de inferioridad cada vez más acentuada...” (n. 20). Junto a estos problemas planteados ya en el plano internacional, nos encontramos también con una cierta incapacidad de encarar problemas reales. Entonces, a la fatiga y la desilusión parecería que sólo se pueden contraponer tibias propuestas reivindicativas o eticismos que únicamente enuncian principios y acentúan la primacía de lo formal sobre lo real. O, peor aún, una creciente desconfianza y pérdida de interés por todo compromiso con lo propio común que termina en el “sólo querer vivir el momento” en la perentoriedad del consumismo. No nos podemos permitir ser ingenuos: la sombra de una nube de desmembramiento social se asoma en el horizonte mientras diversos intereses juegan su partida, ajenos a las necesidades de todos. El vacío y la anomia pueden despuntar como oscuras consecuencias de un abandono de nosotros mismos y atentan contra nuestra continuidad. ¿Quedaremos los argentinos, como los discípulos de Emaús, presos del amargo asombro, de la murmuración quejumbrosa? ¿O seremos capaces de dejarnos sacudir por el llamado del Resucitado a los discípulos desolados, y reaccionar, hacer memoria de la palabra profética, memoria de aquellos momentos salvíficos, constructivos de nuestra historia?
 
Como en la Pasión de Cristo, nuestra historia está llena de encrucijadas, de tensiones y conflictos. Sin embargo, este pueblo de fe supo cargar al hombro su destino cada vez que en la solidaridad y el trabajo forjó una amistad política de convivencia racial y social que marca nuestro estilo de vida. Los argentinos supimos “ser parte”, sentirnos “parte de”, supimos acercarnos y acompañarnos. Desde su capacidad de creatividad individual y colectiva, y desde su ímpetu de espontánea organización popular, nuestro pueblo ha conocido momentos fundantes de cambios civiles, políticos y sociales; logros culturales y científicos que nos sacaron del aislamiento y demostraron nuestros valores. Momentos que, en definitiva, nos dieron un sentido de identidad más allá de nuestra compleja composición étnica e histórica. Momentos en los que privó una conciencia de trabajo fraterno, a veces poco elaborado, pero siempre sentido y vivido hasta el heroísmo. Por eso el llamado es a dejar el estéril historicismo manipulado por intereses o ideologismos o por meros criticismos destructivos. La historia apuesta a la verdad superior, a rememorar lo que nos une y construye, a los logros más que a los fracasos. Y mirando al dolor y al fracaso, que nuestra memoria sea para apostar a la paz y al derecho... y si miramos a los odios y violencias fratricidas, que nuestra memoria nos oriente a que predomine el interés común. Los últimos años, tardía y cruelmente, nos han sacudido y la silenciosa voz de tantos muertos clama desde el cielo pidiendo no repetir los errores. Sólo eso dará sentido a sus trágicos destinos. Como a los discípulos caminantes y temerosos hoy se nos pide caer en la cuenta de que tanta cruz cargada no puede ser en vano.
 
El llamado a la memoria histórica también nos pide profundizar nuestros logros más profundos, aquellos que no aparecen en la mirada rápida y superficial. No otro fue el esfuerzo de estos últimos tiempos por afirmar el sistema democrático superando las divisiones políticas, que parecían un hiato social casi insalvable: hoy se busca respetar las reglas y se acepta el diálogo como vía de convivencia cívica. Dejar la nostalgia y el pesimismo y, como los discípulos de Emaús, dar lugar a nuestra sed de encuentro: “Quédate con nosotros porque ya es tarde y el día se acaba”. El Evangelio nos marca el rumbo: sentarnos a la mesa y dejarnos convocar por el gesto profundo de Cristo. El pan bendecido se debe compartir. El mismo que es fruto del sacrificio y del trabajo, que es imagen de la vida eterna, pero que debe realizarse ya.
 
En efecto, hermanos, no es una mera invitación a compartir, no es sólo reconciliar opuestos y adversidades: sentarse a partir el pan del Resucitado es animarse a vivir de otra manera. Nos desafía ese pan hecho con lo mejor que podemos aportar, con la levadura que ya fue puesta en tantos momentos de dolor, de trabajo y de logros. El llamado evangélico de hoy nos pide refundar el vínculo social y político entre los argentinos. La sociedad política solamente perdura si se plantea como una vocación a satisfacer las necesidades humanas en común. Es el lugar del ciudadano. Ser ciudadano es sentirse citado, convocado a un bien, a una finalidad con sentido... y acudir a la cita. Si apostamos a una Argentina donde no estén todos sentados en la mesa, donde solamente unos pocos se benefician y el tejido social se destruye, donde las brechas se agrandan siendo que el sacrificio es de todos, entonces terminaremos siendo una sociedad camino al enfrentamiento.
 
Desde lo profundo de nuestra conciencia de pueblo solidario, este llamado a compartir el pan tiene su honda efervescencia. En la retaguardia de la superficialidad y del coyunturalismo inmediatista (flores que no dan fruto) existe un pueblo con memoria colectiva que no renuncia a caminar con la nobleza que lo caracteriza: los esfuerzos y emprendimientos comunitarios, el crecimiento de las iniciativas vecinales, el auge de tantos movimientos de ayuda mutua, están marcando la presencia de un signo de Dios en un torbellino de participación sin particularismos pocas veces visto en nuestro país. En la retaguardia hay un pueblo solidario, un pueblo dispuesto a levantarse una y otra vez. Un pueblo que no sólo acude a la necesidad de supervivencia, no sólo ignora las burocracias ineficientes, sino que quiere refundar el vínculo social; un pueblo que está llevando, casi sin saberlo, la virtud de ser socios en la búsqueda del bien común. Un pueblo que quiere conjurar la pobreza del vacío y la desesperanza. Un pueblo con memoria, memoria que no puede reducirse a un mero registro. Aquí está la grandeza de nuestro pueblo.
 
Advierto en nuestro pueblo argentino una fuerte conciencia de su dignidad. Es una conciencia que se ha ido moldeando en hitos significativos. Nuestro pueblo tiene alma, y porque podemos hablar del alma de un pueblo, podemos hablar de una hermenéutica, de una manera de ver la realidad, de una conciencia. Hoy, en medio de los conflictos, este pueblo nos enseña que no hay que hacerle caso a aquellos que pretenden destilar la realidad en ideas, que no nos sirven los intelectuales sin talento, ni los eticistas sin bondad, sino que hay que apelar a lo hondo de nuestra dignidad como pueblo, apelar a nuestra sabiduría, apelar a nuestras reservas culturales. Es una verdadera revolución, no contra un sistema, sino interior; una revolución de memoria y ternura: memoria de las grandes gestas fundantes, heroicas... y memoria de los gestos sencillos que hemos mamado en familia. Ser fieles a nuestra misión es cuidar este rescoldo del corazón, cuidarlo de las cenizas tramposas del olvido o de la presunción de creer que nuestra patria y nuestra familia no tienen historia o la han comenzado con nosotros. Rescoldo de memoria que condensa, como la brasa al fuego, los valores que nos hacen grandes: el modo de celebrar y defender la vida, de aceptar la muerte, de cuidar la fragilidad de nuestros hermanos más pobres, de abrir las manos solidariamente ante el dolor y la pobreza, de hacer fiesta y de rezar; la ilusión de trabajar juntos y –de nuestras comunes pobrezas– amasar solidaridad.
 
Para que esta fuerza que todos llevamos dentro y que es vínculo y vida se manifieste, es necesario que todos, y especialmente quienes tenemos una alta cuota de poder político, económico o cualquier tipo de influencia, renunciemos a aquellos intereses o abusos de los mismos que pretendan ir más allá del común bien que nos reúne; es necesario que asumamos, con talante austero y con grandeza, la misión que se nos impone.
 
Nuestro pueblo, que sabe organizarse espontánea y naturalmente en la comunidad nacional protagonista de este nuevo vínculo social, pide un lugar de consulta, control y creativa participación en todos los ámbitos de la vida social que le incumben. Los dirigentes debemos acompañar esta vitalidad del nuevo vínculo. Potenciarlo y protegerlo puede llegar a ser nuestra principal misión. No resignemos nuestras ideas, utopías, propiedades ni derechos, sino renunciemos solamente a la pretensión de que sean únicos o absolutos. Todos estamos convidados a este encuentro, a realizar y compartir este fermento nuevo que –a la vez– es memoria revivificante de nuestra mejor historia de sacrificio solidario, de lucha libertaria y de integración social.
 
Aquel Mayo histórico, lleno de vaivenes e intereses en juego, supo congregar a todo el pueblo virreinal a una decisión común, iniciadora de otra historia. Quizás necesitemos sentir que la patria de todos es un nuevo Cabildo, una gran mesa de comunión donde, no ya la nostalgia desolada, sino el reconocimiento esperanzador, nos impulse a proclamar como los discípulos de Emaús: “¿Acaso no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”. Que arda nuestro corazón en deseos de vivir y crecer en este hogar propio sea la petición que acompañe esta acción de gracias al Padre y el compromiso de cumplir con su Palabra; convenciéndonos una vez más que el todo es superior a la parte, el tiempo superior al espacio, la realidad es superior a la idea y la unidad es superior al conflicto.
 
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